No habían pasado más de un par de horas desde el nacimiento de Diego, mi hijo mayor, que mi amigo Cucho fue a conocerlo y en un descuido de su madre lo cubrió con su chamarra y le dijo “te bendigo con el manto sagrado”, esa prenda de vestir era roja con azul y pertenecía al Club Deportivo Jorge Wilstermann que es el equipo de fútbol insignia de la ciudad de Cochabamba… aunque los simpatizantes del Club Aurora, su archienemigo, digan lo contrario.
Estoy seguro que ese evento en la vida de mi hijo cambio su destino para siempre. Diego llegó a este mundo cargado con un amor irracional por el fútbol y por Wilstermann, a tal punto que cuando él era un pequeño prefería ver partidos de fútbol por televisión en vez de dibujos animados, ¡literal! Por mi lado el fútbol no me hacía mucha gracia, de niño nunca lo jugué y menos lo seguí. De joven las cosas no fueron diferentes, por más que intentara, no le hallaba gusto a ese deporte.
Pero todo cambio cuando volvimos a vivir el año 2007 a Cochabamba, justo había leído por ahí que “un padre debe dejar el amor por un equipo a su hijo”. Para ese tiempo yo ya tenía dos hijos, Diego y Bernardo, así que empecé a llevarlos al estadio Félix Capriles… y pues, así como es el futbol de ilógico, tanto Bernardo como yo que éramos indiferentes al fútbol terminamos como hinchas acérrimos del “rojo aviador”, como se lo conoce a Wilstermann por su relación con la que fue en algún tiempo la línea aérea de Bolivia, el recordado Lloyd Aéreo Boliviano.
Y bueno, a lo largo de estos 10 años nosotros nos hemos perdido máximo unos 5 partidos. Al principio íbamos al sector oeste del estadio, conocido como Preferencia, pero como mis hijos eran chiquititos, terminamos comprando butacas justo debajo del palco, ahí donde “si llueve no llega”, ahí donde están los más viejitos para que no les cruce el aire, ahí donde solo los verdaderos hinchas van a ver a su equipo; un equipo que nos ha dado la dicha de verlo campeón 2 veces en esta década de seguimiento continuo.
¿Saben? Nosotros somos hinchas por amor al equipo, porque a veces el espectáculo como tal da lástima. En todos estos años hemos visto como el equipo va adquiriendo forma y ritmo al integrar nuevos jugadores, como también se desmorona al retirar unos cuantos; nos hemos dado cuenta que los jugadores pasan, pero el equipo queda; hemos conocido entrenadores buenísimos que no han funcionado porque al final quien juega los partidos son los once que están en cancha; hemos sido testigos de cómo los árbitros pitan en contra de nuestro equipo, o a favor de nuestro equipo, para luego entender que en realidad se equivocan porque son humanos y que sus errores son parte del fútbol; finalmente, hemos entendido que lo más importante del fútbol es ese sentimiento único y especial de estar en el estadio y sentir la energía de diez mil personas (o más) que respiran al mismo tiempo, que gritan como uno solo y que sufren por cada error que los jugadores cometen.
¡El futbol es genial! Es genial porque en este deporte puedes ver al más pequeño convertirse en un gigante que puede destrozar al más fuerte sin lógica alguna. En el futbol, ahí en el estadio, no importa como juegan: si juegan bien se agradece y disfruta, si juegan mal se reniega y sufre; pero siempre se siente algo único y especial estando en la gradería.
Es por todo lo anterior que nosotros no entendemos a los “hinchas de televisor”, aquellos hinchas que hoy son del Real Madrid o Barcelona de España y que en mi tiempo de juventud hubieran podido ser fácilmente hinchas del Juventus o Milán de Italia, aquellos que son hinchas de una moda… porque yo les aseguro que la energía de estar en un estadio, de disfrutar las comidas preparadas ahí, de tener todas las poleras del equipo, de toparse en la calle con los jugadores, de mirar feo al técnico y gritarle todo lo que se te ocurra sin importar si te da bola pero que sabes que si te oye, no tiene comparación.
Los que vamos al estadio sabemos algo que los demás no comprenden: “uno no ve fútbol, uno vive fútbol”… y los 90 minutos que dura un partido es solo una pequeñísima parte de lo que es ser hincha de un equipo de tu propia ciudad, algo que solo se entiende cuando uno grita gol, salta y se abraza con sus hijos, sonríe y vuelve a abrazarlos… porque en ese segundo uno entiende que el fútbol es algo que nunca morirá entre ellos… y todo por una chamarra.