Sabía que llegaría tarde, siempre lo hacía, no importó la cantidad de veces que le pidió que esta vez, solo esta vez, sea puntual, él sabía que igual llegaría tarde. No solo se atrasó, no fue, nunca llegó. Él, sonriendo a la vendedora con la intención de ocultar su enojo, solo atinó a decirle: “Así son los hijos, ¿no? A veces no les importa hacernos quedar mal. Ya la esperamos más de una hora, yo me llevaré el auto y le daré la sorpresa en casa”. A la vendedora le daba igual, la comisión igual llegaría.
No fue. No es que no haya querido ir, ¡claro que quería ir! Sabía que hoy sería el último día que manejaría su “chatarra con ruedas”, así le decía al pequeño y antiguo carro que le había dado su padre el año pasado. Como de costumbre, su madre no pudo mantener el secreto-sorpresa, le había contado días antes que ya le llegaría un auto “algo más decente”. Había salido de casa temprano, por su puesto que se fue en taxi, su intención era mostrarle a su padre que podía ser puntual, más si es que le iban a regalar un auto nuevo. Seguro por eso, mientras subía al taxi que tomó en la avenida cercana a su casa, pensó: “¿De verdad mi papá quiere darme una sorpresa? Él será el sorprendido cuando me vea esperándolo”.
Ni siquiera la vió bien por el retrovisor, si ese instante le hubieran preguntado qué vestía o cosas menos evidentes como el color preciso de sus ojos, si su cabello era natural o su estatura, era casi seguro que no hubiera podido responder. Lo que sí lo tenía claro es que ni bien entró al asiento trasero, él ya sabía que esa mujer no llegaría a su destino.
Una semana después, cuando el enojo se había ido transformando primero en preocupación y, al final, en llanto; ya cansados de hablar con la policía y de mover todas las influencias que tenían, mientras repasaban una vez más la lista de personas a las cuales habían llamado en más de una ocasión, sonó un celular, el de él…
– ¿Hola? – Dijo él, con la esperanza de tener buenas noticias.
– Doctor, vamos a necesitar nuevamente de sus servicios, el imbécil del año pasado lo volvió a hacer, pobre chica… pero bueno, para esto nos pagan, ya todo está arreglado señor Juez, le prometo que esta vez podrá comprar un mejor auto.
Y él supo, mientras su esposa lo miraba con ojos llenos de lágrimas y un pequeño atisbo de esperanza, que toda esta historia de terror había empezado cuando él, de puño y letra, había firmado la liberación del que se convertiría, luego, en el asesino de su hija.