Gratis, incómodo y fallido: El QR boliviano

¿Sabían que desde el año 2015 la banca ejecutó un plan, un proyecto, un proceso para llevar “el banco” hasta los lugares más insospechados? Bueno, eso es lo que pude averiguar. Pero tan cierto fue que, después de ese proceso de bancarización, Bolivia logró lo que parecía imposible: que hasta en La Cancha de Cochabamba, entre frutas, ropa, zapatos y ofertas, las caseritas aceptaran tarjetas bancarias. ¡Era increíble ver sacar ese aparatito lector de tarjetas, inalámbrico, de abajo de su pollera para recibir tu pago! Los bancos habían hecho su trabajo, la tecnología había llegado y, por un rato, el país se sintió parte del siglo veintiuno. Hasta que… hasta que apareció el famoso código QR, esa genialidad que vino a recordarnos que siempre encontramos la forma de retroceder disfrazando nuestra viveza como si fuera un paso al futuro.

Y ojo, para que quede claro: el QR no es malo. Lo malo —lo pésimo, lo típicamente boliviano— fue cómo lo implementamos. En lugar de integrarlo como una mejora, lo usamos para destruir lo que ya funcionaba. En vez de sumar una herramienta moderna al sistema bancario, la convertimos en un atajo para no pagar comisiones y para seguir esquivando la formalidad. El problema no fue la tecnología: fue nuestra costumbre de pensar que podemos ganarle al sistema sin entenderlo.

Todo comenzó con la idea de los comerciantes de ahorrarse la comisión que se cobra por usar tarjeta, que creo que va por el orden del tres por ciento. “¿Para qué pagar comisiones?”, se preguntaron los que vendían algo. “Con QR no cuesta nada”, respondieron los bancos, felices de anunciar una supuesta innovación. Y así, con la mentalidad típica boliviana —esa famosa “viveza criolla” que tanto daño nos hace—, ese vendedor “inteligente” que quiere ahorrarse en todo desarmó un sistema entero. Dejaron de usar las tarjetas, mataron la red que funcionaba perfectamente, les quitaron a los bancos el incentivo de mantenerla y celebraron haber descubierto el atajo perfecto.

Lo que nadie parece entender es que ese tres por ciento era el aceite que mantenía girando la máquina: el soporte, la formalidad, el crédito (lean de nuevo esto: el crédito), la posibilidad de que cualquiera, incluso un turista, pudiera pagar con un simple “pase la tarjeta, por favor”. Pero no. Aquí preferimos sacar el celular, escanear el papelito torcido, digitar el monto y rezar que haya internet… y empezamos a repetir “¿me compartes internet?” como si fuera normal que la innovación falle y que los vendedores dejen de vender porque el comprador no tiene datos.

El resultado está a la vista. Vas a un restaurante y te dicen que el POS no funciona, que está sin batería, que el sistema se ha caído. Curiosamente, se “cae” desde que descubrieron que el tres por ciento les restaba ganancia. En realidad, lo que se cayó fue la vergüenza. Porque lo que hicieron —y siguen haciendo— quienes venden algo es un boicot al sistema financiero. Y lo peor de todo: ¡con la complicidad de los propios bancos! No sé quién fue el brillante que pensó que regalar un medio de pago era buena estrategia, pero logró lo imposible: que las entidades financieras se dispararan en el pie y aplaudieran mientras lo hacían. Se olvidaron, o nunca pensaron, que el QR no iba a ser usado solo para transferencias, sino que estaban regalando un sustituto de un pago formal que funciona en todo el mundo. Le dieron al país una herramienta perfecta para seguir evadiendo impuestos y, de paso, destruyeron el circuito de comisiones que mantenía viva la red y que, en parte, les pagaba sus sueldos.

Y mientras tanto, la comodidad se fue al diablo. El QR es incómodo, lento, poco confiable… ¡y te lo dice un informático! A veces no carga, a veces no hay señal, a veces simplemente falla. Y si quieres pagar a medianoche, no funciona. Y si falla, ¿a quién llamas? Ni qué decir de las estafas que han empezado a aparecer. Pero igual lo usamos, lo usamos porque es gratis, aunque nos haga perder tiempo, turismo y hasta prestigio.

Entiéndase, por favor: el QR es perfecto para transferencias bancarias. Es una genialidad, porque dos personas que se ven la cara y se conocen pueden transferirse dinero mientras charlan. ¡Pero no debería ser un medio de pago! Aunque claro, todo el mundo me dirá que no le ve nada de malo, porque acá en Bolivia estamos acostumbrados a no facturar, a no formalizar absolutamente nada.

Hoy un extranjero llega a Bolivia y no puede pagar ni un café con su tarjeta. Tiene que andar con efectivo porque, por si no se han dado cuenta, el QR no funciona con cuentas del exterior. ¿Eso es modernidad? No, eso es aislamiento financiero disfrazado de innovación. Y lo peor es que ni nos damos cuenta.

¿Cómo puede ser posible que existan restaurantes turísticos que no reciban tarjeta? Es impresionante y vergonzoso, ¡de verdad!

El dinero, cuando circula, crea movimiento. El que compra vende, el que vende compra, y todo el país respira. Pero cuando cada quien decide guardarse un tres por ciento, la rueda se traba. Nos creemos más vivos que el sistema, cuando en realidad estamos asfixiándolo. Los comercios sin tarjeta limitan su propio mercado: solo venden a quien tiene efectivo, solo cuando hay sueldo, solo mientras dura el sueldo del mes. Con tarjeta de crédito (otro gran desconocido en Bolivia), la gente compra por deseo, por impulso, por comodidad. Sin tarjeta de crédito, la economía se achica, la confianza se evapora y la bancarización retrocede. Pero aquí seguimos convencidos de que hemos descubierto la pólvora digital.

Ya estuvo bueno. No podemos seguir aplaudiendo el desorden como si fuera ingenio. No se construye país ahorrando tres por ciento y pegando un QR mal impreso en la caja. La comodidad, la formalidad y la confianza no son un lujo: son la base de una economía global que funciona en el último rincón del mundo.

Así que ya sabes: ahí donde no aceptan tarjeta, están usando tu internet, obligándote a sacar tu celular y obteniendo tu información financiera, todo en un solo click… y tú, sin darte cuenta, acabas de darle tu nombre completo y tu número de cuenta a “quién sabe quién”. Todo porque ese comerciante quiere ahorrarse un tres por ciento.